lunes, 2 de marzo de 2009

Mis aventuras con el queso y el suero de leche, parte I: El queso

Mmm, sí, hace unos mil años de la última entrada... corramos un tupido velo.

Hacía tiempo que, a raíz de mis imprudentes visitas a blogs variados, donde se ponderaban las excelencias del queso fresco hecho en casa con las zarpas propias (por ejemplo, aquí), rumiaba ponerme manos a la obra. Además, últimamente desayuno queso fresco casi todos los días, con lo que me vendría como pedrada a ojo de boticario disponer de un quesito artesano en mi frigo. Y por qué no, de paso utilizar el suero sobrante para hacer un pan, siguiendo las indicaciones que el gran gurú Dan Lepard da en el padre de todos los libros de pan, aqueste.

Así que me decidí por seguir las instrucciones del blog de Gebirg, que hacía el queso en Thermomix (oh, síiiii), y allá que fui. Primer obstáculo: el cuajo que utiliza el personal es en polvo y yo lo tenía en líquido, en un botecito muy mono con cuentagotas que me pidió a Cofares mi farmacéutica preferida, a la que casi no se le notó lo que pensaba de mí (también le pedí cremor tártaro el mismo día, que se lo tuve que deletrear). Como en ningún sitio encontré claramente la equivalencia entre las cantidades de cuajo en polvo y las de cuajo líquido, pues me dije... ante la duda, tres cucharadas de cuajo líquido, cuajo abundante, ande o no ande. Me pongo toda hacendosa con mi litro y medio de leche (dos litros me parecían excesivos), mi leche en polvo, mi cloruro cálcico (se lo añadí porque la leche era pasteurizada y aconsejan añadirlo en estos casos, una puntita de cuchara), mi sal del Himalaya y mis tres cucharadas de cuajo. Los cinco minutos a 90º en la Turbomix los convertí en casi ocho. Imagino que la receta de Gebirg está hecha con leche del tiempo, la mía estaba muy fría y necesitó más minutos para cuajar. Eso sí, cuajó de maravilla mientras yo la miraba fijamente durante los ocho minutos del proceso... cuaja, cuaja, ¡por tus muertos!

Tras el reposo, enfriado, filtrado por una tela de sábana vieja durante un par de horas, cuidadosa recogida del suero filtrado y, más tarde, el compactado en el propio cestillo de la Thermoflix, conseguí obtener algo que se parecía sospechosamente a... un queso fresco.


Decidí dejarlo reposar en el frigo toda la noche para que se asentase, madurase, reflexionase y todas esas cosas que hacen los quesos en el frigo. Amaneció el día en que por fin probaría un quesito fresco hecho con todo mi amol, el momento de la verdad se acercaba... y... corté un pedacito, tímidamente, como disculpándome con un queso tan mono y tan redondo... le hinqué el diente a una cuñita perfectamente compactada, sin apenas ojitos... y... bueno... no sé... la culpa no era del queso, pobre... sería mía... pero de sabor especial, mucho mejor que el queso de plástico y química del super, nada de nada. Quizá me pasé con el cuajo, yo-qué-sé, me sabía un poquitín a vómito, pero lo suficiente para que no me apeteciese... comérmelo. Sin esperar al veredicto de mi cónyuge, que para estos casos me importa tres pepinos, ni de mis hijos, que por supuesto no lo probarían ni muertos, decidí buscarle otra salida, igual que hace cualquier intermediario honrado con los alimentos contaminados. Pero eso lo contaré en... un post próximo.

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